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¿Qué implica hablar de “calidad de la educación” en la multimodalidad?

Autor: Andrés Fernando Torres Tovar.
Universidad Autónoma de Occidente.
Centro de Transformación Digital Educativa.
Coordinador del Área de Experiencias Educativas Digitales.

Correo electrónico: aftorres@uao.edu.co.

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Términos como “calidad” y “educación de calidad” se han vuelto centrales en el diseño de políticas y reformas en la educación.  Sin embargo, definir calidad es un reto, pues su significado evoluciona a través de los tiempos. Hoy, la calidad en educación puede entenderse de diversas maneras como excelencia, perfección en los procesos, eficiencia en recursos, o preparación para el mundo laboral. En este marco, la multimodalidad se plantea como una vía para hacer la educación más inclusiva y adaptativa a las necesidades de los estudiantes. El reto actual para la educación superior es construir una calidad que no solo refleje los ideales de eficiencia e inclusión, sino también la autenticidad de las experiencias y demandas de cada sociedad.

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En los discursos de política pública educativa reverberan con frecuencia términos como “calidad”, “calidad de la educación” o “educación de calidad”. Estas expresiones se convierten, en nuestro tiempo, en los engranajes que impulsan las transformaciones del ámbito educativo. Pero cabe preguntarnos, como quien desenreda un hilo antiguo: ¿de qué hablamos al decir “calidad de la educación”? Emprendamos, pues, un breve recorrido por los ecos y matices que este concepto lleva consigo, en diálogo con la multimodalidad, y exploremos algunas de sus reminiscencias. No pretendemos trazar una arqueología foucaultiana, pero sí ahondar en esas huellas que el tiempo ha dejado en el término.

La idea de calidad hunde sus raíces en el pensamiento antiguo, allá en los días de Aristóteles, quien ya esbozaba una clasificación de la calidad en los objetos materiales y proponía el término cualitativo de la cantidad. Una noción que, en los siglos posteriores, resonaría en el pensamiento de filósofos como Kant, quien hablaba de calidad para aludir al tránsito de un estado potencial al estado real de los objetos, una suerte de movimiento que los lleva a ser en plenitud. Hegel, recogiendo la antorcha del pensamiento aristotélico, destacaría la relevancia de la calidad al incluirla en las primeras categorías del ser, sugiriendo con ello que los cambios cuantitativos pueden engendrar nuevas cualidades.

Más adelante, Marx penetraría en esta idea, al integrar la noción de calidad en un sentido sistémico, reconociendo que los productos, incluidos los educativos, desarrollan cualidades sociales que reflejan su lugar en el entramado de relaciones que constituyen la sociedad. Así, la calidad en la educación no es solo un ideal abstracto; es un espejo que revela cómo cada época, cada pensador y cada sistema la conciben, de acuerdo con las corrientes y aspiraciones de su tiempo.

Con el advenimiento de la sociedad posindustrial, el concepto de calidad comenzó a adquirir nuevos matices, como quien recoge en su andar partículas de sentido. Estos significados se han ido acumulando y cristalizando, como una capa de sedimentos, hasta reflejarse en las definiciones que hoy nos ofrecen los diccionarios.

Primero, encontramos la calidad descrita como una “Propiedad o conjunto de propiedades inherentes a algo, que permiten juzgar su valor” (RAE, 2024). Aquí, la calidad se erige como una medida, un baremo que posiciona los objetos los compara y los valora, atrapando en su juicio lo que hay de distintivo en cada uno. Luego, en un segundo reflejo, la calidad se nos presenta en su acepción absoluta: “buena calidad, superioridad o excelencia”  (RAE, 2024). Así, el término se alza, no como una simple propiedad, sino como un ideal casi inalcanzable, una suerte de cima a la que solo acceden las expresiones más elevadas de cada ser, de cada objeto o de cada esfuerzo humano. Esta noción de excelencia deja entrever que la calidad, en su sentido más puro, es una aspiración, una brújula que guía hacia aquello que sobresale y se distingue por su esencia misma.

Así, el término “calidad” ha acumulado capas de significado, como sedimentos en el cauce de un río, cada uso contribuyendo a la riqueza de su caudal semántico. En la educación, autores como Barriga (2008) y Martinez Boom (2004) señalan que este vocablo ha adquirido un tono aún más vibrante y diverso, especialmente en el contexto de reformas impulsadas por la marea globalizadora de organismos internacionales, los cuales se han valido del lema de “mejorar la calidad educativa” para justificar sus renovaciones.

Es claro que tras este afán de elevar la “calidad de la educación” subyacen matices que no siempre se revelan en la superficie; el concepto se pliega, despliega y adapta a las múltiples visiones que lo interpretan. A continuación, proponemos un recorrido por algunas de estas connotaciones que, sin pretender agotar su sentido, permiten entrever los intereses que nutren una perspectiva educativa con tintes tecnocráticos y eficientistas (Barriga, 2008). Cada interpretación, cada uso, nos deja entrever la trama oculta de una mirada que, en su aspiración por resultados medibles, tiende a reducir el vasto panorama de la educación a cifras y métricas, lo que puede sacrificar en el altar de la eficiencia los matices y las aspiraciones de un aprendizaje pleno y humano.

Insistamos: al hablar de calidad, no estamos ante una idea simple ni uniforme; la calidad, como concepto, es tan vasta y profunda como el horizonte al que una institución educativa dirige su mirada. Hay quienes ven en la calidad la excelencia misma, el ideal supremo al que sólo algunos pueden aspirar. En este imaginario, calidad es sinónimo de un resultado que deslumbra, que se alza como un faro de distinción en medio de la vastedad académica. La calidad, entonces, adquiere una estatura que pocos alcanzan, su significado se enmarca en el brillo de lo inalcanzable.

Si, en cambio, la abrazamos como perfección, se convierte en la precisa ejecución de cada proceso, en un mecanismo que no admite desvíos. La perfección es entonces la línea fina y pulida sobre la que camina la institución; cada detalle ejecutado con el rigor de un relojero, y cualquier mínimo error sería una grieta en el espejo pulido de la calidad. Aquí, la precisión es el alfa y el omega, un ideal que no ofrece concesiones.

Pero hay quienes ven la calidad como el cumplimiento de los objetivos; una medida flexible y mutable que se adapta a los matices de cada contexto. Es la brújula que guía al sistema hacia las metas planteadas, la mano que entiende que cada institución es un universo en sí mismo, con realidades y desafíos que sólo se despliegan ante quienes las habitan. Es en esta multiplicidad de metas y en la habilidad para alcanzarlas donde calidad toma un nuevo matiz: es el arte de cumplir, de responder con eficacia a la complejidad de lo que cada espacio demanda.

Analizando desde el prisma de la eficiencia, calidad se vuelve economía de recursos, la fórmula precisa de lo mínimo que resulta en lo máximo. En educación, esta economía se plasma en el logro de los estudiantes, en la capacidad de alcanzar los objetivos propuestos sin desborde, sin desperdicio. La eficiencia se revela, entonces, como la danza exacta de recursos y logros, en la que cada elemento cuenta, cada esfuerzo tiene un eco en el aprendizaje.

Cuando se contempla la adaptación al mundo laboral, calidad se vuelve el espejo en el cual el estudiante puede verse como un ser preparado para los desafíos del oficio, de la vida profesional. Este reflejo es más que un conocimiento; es una habilidad y una actitud que confirman que el aprendizaje tiene un propósito más allá de las aulas. Aquí, la calidad reside en la capacidad de responder, con la destreza de un arquitecto que moldea mentes preparadas para construir.

Viene entonces la dimensión de la satisfacción del estudiante, como el eco que responde a sus expectativas y anhelos. Esta forma de calidad vive en la relación entre la institución y quien la transita; es una promesa cumplida, un espacio de encuentro entre la educación y el alumno que espera ser comprendido y orientado. En esta calidad, cada estudiante encuentra un reflejo de sus necesidades, un suelo fértil donde el aprendizaje se nutre de la escucha y el acompañamiento.

La transformación, el valor añadido, es otra dimensión de calidad, tal vez la más íntima y profunda: es el cambio sutil y poderoso que ocurre en el corazón del estudiante. Esta calidad es una línea de tiempo que abarca el inicio y el final del proceso educativo, y en la cual cada paso es un peldaño en el devenir ascendente personal y social del estudiante. Es la marca indeleble que deja la educación en quienes se entregan a ella.

Finalmente, la calidad como innovación es la capacidad de la institución para mirar el horizonte y adaptarse, para prever los cambios y responder con agilidad. En el ámbito educativo, especialmente en la educación inicial, esta calidad es la frescura de ideas nuevas, de estructuras que se transforman con el tiempo y los contextos, resistiendo la rigidez y acogiendo la evolución como una constante.

¿Y qué sucede cuando añadimos la idea de multimodalidad al concepto de calidad en la educación? Es como si un nuevo juego de luces y sombras entrara en escena, y sumara complejidad en medio de destellos de promesa y desafíos. Cada institución, en sintonía con los lineamientos de la política nacional educativa, contempla las diversas modalidades como una oportunidad que trae consigo avances junto con incertidumbres y dudas.

La presencialidad, ya de por sí desafiante aún antes de hablar de calidad, no es el único terreno donde esta noción se pone a prueba; las modalidades alternativas no se libran de tales expectativas. Aparentemente, partimos de una premisa fundamental: la multimodalidad es un camino hacia una educación más inclusiva, y esta inclusión es, en sí misma, un pilar esencial de la calidad educativa. Aquí, la calidad se define no solo por lo que se enseña, sino por cómo se asegura que cada estudiante, sin importar su realidad, pueda acceder a una educación que responda auténticamente a sus necesidades.

En este sentido, la multimodalidad emerge como una respuesta a la diversidad, a través de rutas de aprendizaje que atraviesan contextos y abren puertas equivalentes para estudiantes de todos los orígenes y, dicho con reserva, de todas las latitudes. En tal sentido, la calidad se vuelve entonces una manifestación de esta accesibilidad, del esfuerzo por ofrecer oportunidades educativas que, aunque distintas en forma, compartan un valor común.

A su vez, el abanico de modalidades sugiere un fortalecimiento en los procesos de enseñanza-aprendizaje, una expansión de la cobertura educativa que permite modos diversos de acceso al conocimiento. La flexibilidad que aporta esta promesa no solo amplía el alcance de la educación, sino que, se considera, optimiza el aprendizaje a través de tecnologías que estimulan la experiencia educativa. Aquí, evaluar la calidad implica observar cómo cada modalidad facilita, sostiene y potencia un aprendizaje que perdura (Gladic y Cautín, 2016) y puede aplicarse más allá del aula.

Sin embargo, como nos muestra la historia, las proclamaciones estatales sobre la calidad en educación se articulan dentro de ideologías que, al chocar con la realidad, no logran hallar experiencias concretas que validen su pertinencia o efectividad. En ocasiones, estas declaraciones responden más a las grandes corrientes de la globalización que a una reflexión profunda sobre la propia realidad educativa. Bajo este influjo, la competitividad ha sido elevada a símbolo de progreso, de manera que la educación superior, en su estructura institucional, se ve impelida a perseguir ideales que, si bien son ambiciosos, resultan aún difusos. Así, la calidad educativa se convierte en una meta lejana que debe ser probada por métodos que aún no hallan un cauce definitivo.

En síntesis, el concepto de calidad en educación se despliega en múltiples facetas y expectativas, cada una modelada por los desafíos y promesas de su tiempo. Hoy, ante las exigencias de competitividad e inclusión que impone la globalización, la educación superior se enfrenta a la tensión entre ideales y realidades. La multimodalidad, la accesibilidad y la eficiencia se presentan como caminos posibles hacia una calidad inclusiva y adaptativa; sin embargo, las políticas estatales deben trascender el eco de las tendencias globales para construir una noción de calidad anclada en experiencias reales y significativas. Solo así será posible que la educación supere el reto de ser no solo un proyecto, sino también un reflejo auténtico de las aspiraciones y necesidades de cada sociedad.

  • Boom, A. M. (2004). De la escuela expansiva a la escuela competitiva: dos modos de modernización educativa en América Latina (Vol. 5). Anthropos Editorial.
  • Díaz Barriga, Á. (2008). Pensar la didáctica. Amorrortu Editores.
  • Gladic Miralles, Jadranka, & Cautín-Epifani, Violeta. (2016). Una mirada a los modelos multimodales de comprensión y aprendizaje a partir del texto. Literatura y lingüística, (34), 357-380. https://dx.doi.org/10.4067/S0716-58112016000200017
  • REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Diccionario de la lengua española, 23.ª ed., [versión 23.7 en línea]. <https://dle.rae.es> [26 de octubre de 2024].
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  • Fundación Empresarios por la Educación (FExE). (2023). Repensar la educación: Rutas para transformar la calidad educativa. Ed. Planeta.
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  • Ministerio de Educación Nacional [MEN]. (2019). Decreto 1330 de 2019, por el cual se establecen los lineamientos para la calidad de la educación superior en Colombia. Diario Oficial.
  • Ministerio de Educación Nacional [MEN]. (2024). Decreto 0529 de 2024, por el cual se modifica el sistema de aseguramiento de la calidad en la educación superior en Colombia. Diario Oficial.
  • Popkewitz, T. (1997). Sociología política de las reformas educativas. Editorial Morata.
  • Sánchez Meca, D. (1989). En torno al superhombre: Nietzsche y la crisis de la modernidad. Editorial Anthropos.

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